domingo, 1 de febrero de 2015

El click


Durante mi infancia fue una constante estar rodeada de adultos, tal vez por ello nunca me parecieron interesantes los rostros aniñados y valoré en el hombre -desde muy jovencita-, en detrimento del aspecto físico, una buena conversación. Tal es así que, en la nebulosa de mis filias y fobias, Paul Newman comenzó a presentarse como interesante a mis ojos tras su papel en “El color del dinero”. Un cosa llevó a la otra y, no hace mucho, “La gata sobre el tejado de zinc”, que no había sido para mi más que un sonido de fondo en casa de mis padres, captó mi atención. “La vida no es un maldito partido de rugby, la vida no es un montón de diversiones. Tú eres un niño de treinta y dentro de poco serás un niño de cincuenta que sueñas con ovaciones; soñando y bebiendo pasas la vida. Los héroes de la vida real viven las 24 horas del día, no solo las dos que dura un partido. La verdad es dolor,  sudor,  pagar deudas (...) , los sueños malogrados, y el nombre que no aparece en los periódicos hasta que uno se muere”, le dice Burl Ives a Newman en una acalorada conversación en la que éste último, sumido en una intensa depresión, trata de explicar a su padre la importancia de ese caprichoso “click” en la mente que, ante la adversidad, nos hace reaccionar y, a continuación, enfrentarnos a una dificultad, superándola o no; logrando la paz interior tras el esfuerzo por haber empleado todos los medios que estaban a nuestro alcance.

Será que “nos fastidia con el tiempo el trato de una mujer que nos encantó a primera vista; nos cansa un juego que aprendimos con ansia; nos molesta la música que al principio nos arrebató; nos empalaga un plato que nos deleitó la primera vez; (...) la soledad que nos parecía deliciosa la primera semana, nos causa después melancolías”, afirma José Cadalso en su obra “Cartas marruecas”, escrita en el siglo XVIII. Y añado yo: será que abominamos de la democracia porque, bajo el manto de protección de todos sus beneficios, hemos olvidado que la vida, en la edad adulta, consiste en un mar de responsabilidades; que la igualdad solo es posible como punto de partida por la propia naturaleza del ser humano; que el Estado está, entre otras cosas -y gracias a la solidaridad del conjunto de ciudadanos que componen un país y que se regalan la anteriormente referida democracia como forma de organización del mismo-, para corregir las desigualdades -en la medida de lo posible- cuando éstas se deban, pongamos como ejemplo, a minusvalías físicas, psíquicas o a enfermedades; que no podemos vivir de espaldas a la coyuntura internacional porque mientras jugamos a ser transgresores en el interior, ni las civilizaciones ni el tiempo se detienen, precisamente porque estamos indefectiblemente interconectados en un mundo globalizado; circunstancia –ésta última- que el siguiente párrafo -sacado de contexto- de la obra “La democracia en América” de Tocqueville “ilustra” a la perfección: “desde el momento en que se tratan en común los asuntos comunes, cada hombre comprende que no es tan independiente de sus semejantes como él se figuraba antes, y que, para obtener su apoyo, a menudo es necesario prestarles su concurso.” 

En efecto, ninguna democracia es perfecta, requiere de los ciudadanos esfuerzos adicionales a título particular; de la generosidad de unos con otros. Y este “click” es el que debe sonar en nuestras adormecidas –desde hace siglos- mentes europeas, cuyo talante -yacente- estoy comenzando a advertir tímidamente –también- y con estupor en el pueblo norteamericano, dechado de virtudes en lides organizativas de su vasta extensión y población tiempo atrás y protector –altruista, no sonrían; o no- de nuestra paz. Este “grado de abatimiento universal” palpable para Cadalso en las naciones, parecerá –como él mismo insiste- “un apetecible sistema de seguridad a los ojos de los políticos afeminados; pero los buenos, los prudentes, los que merecen este nombre, conocerán que un corto número de años las reducirá todas a un estado de flaqueza que les vaticine pronta y horrorosa destrucción”.

Ni un sistema democrático, ni cualquier otro, asegurará jamás la igualdad total, porque ésta, no solo depende del compromiso de todos y cada uno de los ciudadanos, sino de una perfección no humana –y por ello imposible- que, inevitablemente, cercenaría –de no ser una utopía- uno de los rasgos que nos hace grandes como personas, la libertad. Nada es blanco o negro. Los, aparentemente, perfectos extremos son manifiestamente imperfectos por imposibilidad.

Así pues, citando de nuevo y para finalizar a Tocqueville, “la democracia conduce a los hombres a no aproximarse a sus semejantes; pero las revoluciones democráticas les disponen a huir, y perpetúan, en el seno de la igualdad, los odios que la desigualdad hizo nacer. La gran ventaja de los americanos está en haber llegado a la democracia sin tener que sufrir revoluciones democráticas, y haber nacido iguales en lugar de haber llegado a serlo”. 

A. Valois.


No hay comentarios:

Publicar un comentario