viernes, 21 de agosto de 2015

La gravedad del español



Hace un par de días, al curiosear mi ejemplar de una edición española de "Las aventuras del último abencerraje", fechada en 1843, henchida de orgullo, tras descubrir que "Aben-Hamet" -es decir, el mismísimo Chateaubriand- había merodeado por Batistania, morando por Granada y advirtiendo -éste- el gracejo para los apodos de los lugareños a su paso por Murcia y Lorca, estuve a punto de morir de chauvinismo -por la mención- y, también, quijotescamente de amor, de agradecimiento y de compasión; por supuesto, a ese ser tremendamente inteligente, pero egocéntrico y atormentado que se esconde tras René. Como ven, mi vehemencia es puramente española.

Su natural meditabundo, investigador y observador, dio a luz un conjunto de impresiones halagüeñas a la par que realistas sobre el carácter romántico del español de aquel entonces -que tanto le gustaba como precursor del movimiento que exalta la personalidad individual colocándola por encima de la razón- que bien pudiera valerle al actual, puesto que en esencia, no ha cambiado. Una muestra es el vago comentario esgrimido con desdén por la mayoría de los españoles al verse en la tesitura de tener que decantarse por una opción política en mitad de una conversación. "Todos son iguales" -contestan dejando una heladora sensación en algún que otro interlocutor-. 

Me asaltan, entonces, las dudas: ¿se debe a un intento de cuidar celosamente su intimidad por aquello de no meterse en camisas de once varas o, tal vez, se debe a un español "que no ha visto nada ni se cuida de ver cosa alguna; que no ha leído ni estudiado, ni comparado ninguna cosa" y, por ello, "no se halla atado ni indeciso en ningún accidente de la vida" porque "su corazón hace las veces de pensamiento"?¿O se debe, incluso, al hartazgo tras la concatenación de episodios de corrupción?La venganza del español "es terrible si se abusa de su amistad y se ve vendido. Su valor es heroico, su constancia invencible, su paciencia durísima. Para luchar con la fortuna, no hay otro: incapaz de ceder a sus golpes, o la vence, o muere en la demanda", nos cuenta el melancólico abencerraje asumiendo la derrota de su pueblo mientras atravesaba los palmerales de sus ancestros. 

El panorama electoral se vislumbra tortuoso, el corazón no puede ser arma suficiente, como en otro tiempo verdaderamente convulso,  para "suplir la luz que procede de la abundancia y la finura de las ideas", sino solo necesaria; la corrupción, tampoco, si se ponen medios necesarios para evitarla. Indignarse es tendencia desde hace unos años y ha comenzado a ser consustancial al español. Seamos graves, indignémonos, pero con sentido común. No cedamos a la demagogia. Y que prime la razón.

A. Valois.




jueves, 20 de agosto de 2015

El trágico interés



"Una tumba profanada es como una tumba intensificada. Cuando la destrucción, es decir, la muerte, pasa sobre la muerte, redobla su trágico interés" -nos dice Unamuno en sus "Andanzas y visiones españolas"-. 

Una intimidad que, por ser sugerida mediante precisas instrucciones, por ser pretendidamente igualitaria e incluso tentadora para algunos debido al espejismo de la transgresión -tan de moda últimamente-, que no goza del encanto de lo sublime, de aquello que se teje lentamente por ser tan nuestro, sino que es producto de un tedioso fordismo falto de individualidad y de teatrales prácticas sexuales, no puede ser más que algo efímero que, posiblemente, solo una vez -si cabe- "redoble su trágico interés".  Y, por tanto, es un absurdo el pretender elevar dichas prácticas al rango de los usos y costumbres sociales cuando, ni por asomo, lo son.

Del mismo modo, Goethe, por medio del joven Werther, se lamentaba allá por 1774. Las reglas de una sociedad burguesa empeñada en modelar al individuo por las leyes y el decoro suponían la destrucción del "verdadero sentimiento de la naturaleza y la auténtica expresión". Y es que los extremos se tocan:

"Y si llegara entonces un burgués, un hombre que esté en un cargo público, y le dijera: ¡Estimado joven!¡Amar es humano, pero hay que amar humanamente! Distribuya sus horas; las unas para el trabajo, y las horas de descanso dedíquelas a su amada. Eche cuentas de su Hacienda, y lo que le sobre de lo indispensable, no le prohibo que lo emplee en algún regalo, pero no con demasiada frecuencia (...) Si obedece a este hombre, habrá un joven útil, y yo mismo aconsejaría a cualquier príncipe que lo sentara en algún Consejo; pero se acabó su amor, y, si es artista, se acabó su arte."

Tal es así, que solo nos queda compadecer a las nuevas generaciones a las que, a diario, bombardean el sacrosanto campo de su intimidad; aquel que hemos ido descubriendo de forma natural y moldeando a nuestro antojo los que ya tenemos cierta edad, sin más injerencias que la libertad y la protección que nos brinda nuestro ordenamiento jurídico. Aturdidos por el exceso de información, por el desdén de Grey, y por las normas de conducta que pretende la nueva política "irradiada por los núcleos" -círculos-, asistimos estoicamente a lo que se nos pretende vender como una necesaria evolución de una sociedad, cegada hasta ahora.  Como decía Greta Garbo en la película "Ninotchka": "no quisiera ver a mi país en peligro a causa de mi ropa interior".


A.Valois.




domingo, 1 de febrero de 2015

El click


Durante mi infancia fue una constante estar rodeada de adultos, tal vez por ello nunca me parecieron interesantes los rostros aniñados y valoré en el hombre -desde muy jovencita-, en detrimento del aspecto físico, una buena conversación. Tal es así que, en la nebulosa de mis filias y fobias, Paul Newman comenzó a presentarse como interesante a mis ojos tras su papel en “El color del dinero”. Un cosa llevó a la otra y, no hace mucho, “La gata sobre el tejado de zinc”, que no había sido para mi más que un sonido de fondo en casa de mis padres, captó mi atención. “La vida no es un maldito partido de rugby, la vida no es un montón de diversiones. Tú eres un niño de treinta y dentro de poco serás un niño de cincuenta que sueñas con ovaciones; soñando y bebiendo pasas la vida. Los héroes de la vida real viven las 24 horas del día, no solo las dos que dura un partido. La verdad es dolor,  sudor,  pagar deudas (...) , los sueños malogrados, y el nombre que no aparece en los periódicos hasta que uno se muere”, le dice Burl Ives a Newman en una acalorada conversación en la que éste último, sumido en una intensa depresión, trata de explicar a su padre la importancia de ese caprichoso “click” en la mente que, ante la adversidad, nos hace reaccionar y, a continuación, enfrentarnos a una dificultad, superándola o no; logrando la paz interior tras el esfuerzo por haber empleado todos los medios que estaban a nuestro alcance.

Será que “nos fastidia con el tiempo el trato de una mujer que nos encantó a primera vista; nos cansa un juego que aprendimos con ansia; nos molesta la música que al principio nos arrebató; nos empalaga un plato que nos deleitó la primera vez; (...) la soledad que nos parecía deliciosa la primera semana, nos causa después melancolías”, afirma José Cadalso en su obra “Cartas marruecas”, escrita en el siglo XVIII. Y añado yo: será que abominamos de la democracia porque, bajo el manto de protección de todos sus beneficios, hemos olvidado que la vida, en la edad adulta, consiste en un mar de responsabilidades; que la igualdad solo es posible como punto de partida por la propia naturaleza del ser humano; que el Estado está, entre otras cosas -y gracias a la solidaridad del conjunto de ciudadanos que componen un país y que se regalan la anteriormente referida democracia como forma de organización del mismo-, para corregir las desigualdades -en la medida de lo posible- cuando éstas se deban, pongamos como ejemplo, a minusvalías físicas, psíquicas o a enfermedades; que no podemos vivir de espaldas a la coyuntura internacional porque mientras jugamos a ser transgresores en el interior, ni las civilizaciones ni el tiempo se detienen, precisamente porque estamos indefectiblemente interconectados en un mundo globalizado; circunstancia –ésta última- que el siguiente párrafo -sacado de contexto- de la obra “La democracia en América” de Tocqueville “ilustra” a la perfección: “desde el momento en que se tratan en común los asuntos comunes, cada hombre comprende que no es tan independiente de sus semejantes como él se figuraba antes, y que, para obtener su apoyo, a menudo es necesario prestarles su concurso.” 

En efecto, ninguna democracia es perfecta, requiere de los ciudadanos esfuerzos adicionales a título particular; de la generosidad de unos con otros. Y este “click” es el que debe sonar en nuestras adormecidas –desde hace siglos- mentes europeas, cuyo talante -yacente- estoy comenzando a advertir tímidamente –también- y con estupor en el pueblo norteamericano, dechado de virtudes en lides organizativas de su vasta extensión y población tiempo atrás y protector –altruista, no sonrían; o no- de nuestra paz. Este “grado de abatimiento universal” palpable para Cadalso en las naciones, parecerá –como él mismo insiste- “un apetecible sistema de seguridad a los ojos de los políticos afeminados; pero los buenos, los prudentes, los que merecen este nombre, conocerán que un corto número de años las reducirá todas a un estado de flaqueza que les vaticine pronta y horrorosa destrucción”.

Ni un sistema democrático, ni cualquier otro, asegurará jamás la igualdad total, porque ésta, no solo depende del compromiso de todos y cada uno de los ciudadanos, sino de una perfección no humana –y por ello imposible- que, inevitablemente, cercenaría –de no ser una utopía- uno de los rasgos que nos hace grandes como personas, la libertad. Nada es blanco o negro. Los, aparentemente, perfectos extremos son manifiestamente imperfectos por imposibilidad.

Así pues, citando de nuevo y para finalizar a Tocqueville, “la democracia conduce a los hombres a no aproximarse a sus semejantes; pero las revoluciones democráticas les disponen a huir, y perpetúan, en el seno de la igualdad, los odios que la desigualdad hizo nacer. La gran ventaja de los americanos está en haber llegado a la democracia sin tener que sufrir revoluciones democráticas, y haber nacido iguales en lugar de haber llegado a serlo”. 

A. Valois.