lunes, 16 de diciembre de 2013

140 caracteres

Posiblemente, ráfagas de nuestro pensamiento –a la velocidad de la banda ancha-, encarceladas en ciento cuarenta caracteres, que conforman frases cortas proyectadas en un tweet, no nos definan;  como tampoco lo haga, de manera absoluta, la izquierda o la derecha en política; independientemente de la tendencia individual; precisamente porque no somos homogéneos. Quiero pensar que no; que no impera el hombre politizado que definiera Ortega y Gasset, ese que acepta con vehemencia cualquier idea –buena o mala- por el hecho de provenir de la izquierda o de la derecha, en ausencia de espíritu crítico, vaciándose del conocimiento, la historia y la religión, que abren nuestra mente al análisis; convirtiéndose en "hombre masa", que se deja arrastrar por la colectividad, lleno de convencionalismos y falto de pensamiento individual. En definitiva, de sentido común.

Esta pertinaz inclinación hacia la política -como cosa única-, que nos hace parecer personas cabales y grandes conversadores en twitter -una de las múltiples formas de socializar en nuestro siglo XXI-, en realidad, es una simplificación del hombre; que para dotarse de contenido, necesita algo más que eso.Y yo, me acuso; como lo hago de no haber dedicado más tiempo a la lectura de clásicos en mi adolescencia, perdiendo individualidad y versatilidad de pensamiento –tremendamente útil en la elaboración de un criterio sensato-, a favor de mi integración en la colectividad y de la socialización -que, como cosa única, no es garantía de higiene mental-. Si bien es cierto que, hay materias solo asequibles o fácilmente comprensibles a la experiencia.

Existe una historia infantil adorada, odiada, o ignorada -en ocasiones- por muchos, que nos hace reflexionar sobre la reducción de nuestro mundo a lo práctico, a lo que la inmensa mayoría calificaría como razonable e importante -haciéndonos perder individualidad, amplitud de miras, e incluso esencia personal-:

Un piloto pintó, en su niñez, una boa que digería un elefante. Todo el mundo creyó ver un sombrero en aquella pintura; por lo que tuvo que crear un segundo dibujo en el que se pudiera distinguir -en el estómago del reptil-, el elefante. Más tarde, en su edad madura, Saint-Exupéry coincidió –utilizando sus propias palabras- con “gente seria”; de manera que, si alguna de esas personas le parecía “lúcida”, probaba la mente comprensiva de ésta mostrándole el primero de sus dibujos infantiles:

“Pero siempre me respondía: es un sombrero. Entonces no le hablaba ni de serpientes boas, ni de bosques vírgenes, ni de estrellas. Me ponía a su altura. Le hablaba de bridge, de golf, de política y de corbatas. Y la persona grande se quedaba muy satisfecha de haber conocido a un hombre tan razonable”.

A. Valois.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Tiempo de té y magdalenas



Cadenciosamente se acerca Navidad, un “placer delicioso” –el de las cosas sencillas- que, como aquel mecanismo de evocación de tiempos pasados, refugio y abstracción de Proust –una magdalena-, convierte “las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa”; un intenso haz de sensaciones, concentrado en pocos días.

A pesar de este cúmulo de bondades, algún hálito de snobismo a nuestro alrededor insinuará vaciarla de contenido, empañándola con el vapor contagioso de las frases hechas que algunos reparten como folletos publicitarios. “Navidad debería ser cada día del año”, dicen. No les falta razón, pero sí profundidad; porque la condición humana y el “just in time” diario no permiten tan hondo y combinado despliegue de reflexión y acción.

Proust, iba viendo disminuida su satisfacción conforme iba bebiendo un segundo, y un tercer, trago de té acompañado por una magdalena, tal vez por la acción de la ley de rendimientos marginales decrecientes, o porque descubrió que la verdad que él buscaba no se encontraba en el té, sino en él mismo; “el brebaje la despertó”. De este modo, la Navidad despierta en nosotros, aspectos que hacen que dejemos de sentirnos “mediocres, contingentes y mortales” y, en consecuencia, una ilusión que nos desvincula por unos días del celo que, habitualmente, depositamos sobre nosotros mismos; comenzamos así a pensar en los demás, desterrando al infierno esa otra afirmación de moda -no menos superficial que la anterior-, que consiste en rechazar la Navidad por el estado de alegría forzada que supone. Bendita alegría la navideña, que ablanda corazones, haciendo que la desgracia ajena –la del que fuerza un desplazamiento de su voluntad de la tristeza al optimismo-, no nos sea indiferente al resto. Así, pasamos con sigilo junto a ellos; sin que nos noten, intentando que, por un momento, se sientan afortunados; respetando su intimidad.

Y es que, el azar, no nos permite disfrutar -en la vorágine de quehaceres anuales- de nuestros seres queridos tanto como quisiéramos; pero no solemos reparar en que, “un segundo azar, el de nuestra muerte, no nos deja muchas veces que esperemos pacientemente los favores del primero”; como tampoco nos lo permite, la muerte de los demás.

Por todo ésto, esta mañana he colocado –con el mayor cuidado y delicadeza posible-, todos y cada uno de los adornos en el árbol de Navidad -¿qué importa si es o no una tradición española?- y un nacimiento; elementos, aparentemente intrascendentes, pero cuya belleza eleva el alma –hacia Dios, en el caso de los cristianos-, haciéndonos más amable la vida, apartándonos temporalmente -de la plenitud o parte- de su dureza, y recordándonos el placer de las cosas sencillas.

A.Valois.